Cuando nacemos, somos 100% dependientes de otro ser humano para que cuide de nosotros: para que nos alimente, nos vista, nos bañe, nos lleve al doctor, nos traslade de un lugar a otro, etc. Es a medida que vamos creciendo que aprendemos a hacer las diferentes tareas por nosotros mismos y poco a poco nos vamos independizando, hasta el punto en que somos capaces de “hacerlo todo” y llegamos a pensar que no necesitamos ayuda de nadie. Esto se puede observar más directamente en los niños que incluso se enojan si los papás les quieren ayudar y dicen que ellos pueden y un poco indirectamente en algunos adultos que, aunque algo les cueste, se niegan a pedir ayuda, porque lo ven como un signo de debilidad.
En general a mí no me resulta difícil pedir que me asistan cuando lo necesito. Sin embargo, a raíz de haberme fracturado el pie, este año me vi obligada a depender de otros casi en un 100% durante dos meses. Una cosa es pedir que te hagan un favor para algo bien puntual y de vez en cuando, y la otra es pasársela pidiendo favores hasta para obtener un vaso con agua. Para no hacerles larga la historia, por el tipo de fractura que tuve, el médico me dejó en cama con el pie hacia arriba. No podía apoyarlo ni tenerlo hacia abajo ni caminar… ¡NADA! Reposo total.
Les quiero compartir las diferentes fases por las que pasé en ese período y las lecciones que aprendí, que pienso son las más valiosas, porque como me dice mi Papi: “La vida es una escuela y mientras no aprendemos la lección, nos va a seguir pasando la prueba”.
Fase 1: Primero fue como volver a ser niña y mis respuestas fueron de ese tipo. Estaba feliz de que por fin me había quebrado y tenía mi yeso rosado. Nunca en mi vida había tenido un accidente que ameritara ser enyesada y de pequeña quería saber qué se sentía. Que hubiera fibra rosada fue un sueño. Además, estaba contenta de que me estuvieran consintiendo y de tener vacaciones.
Por de pronto no veía ninguna lección, jajaja.
Fase 2: Luego de dos semanas me comencé a considerar una carga para mis papás y eso me hizo sentir mal. Llegó Semana Santa y ellos no se fueron al mar, porque no me iban a dejar sola. No salían por estarme cuidando, porque yo no podía moverme. Mi medio de transporte dentro de mi cuarto era la silla de rodos de mi escritorio. No podía bajar gradas para ir a la cocina a traer algo de comer o de tomar. Me sentía la más inútil del mundo y pensaba que mis papás estaban conmigo porque se sentían obligados.
Ahí aprendí la primera lección: Mis papás me cuidaban con el mayor de los gustos, porque me aman y porque querían que yo me recuperara. Estaba en mi cabeza el que lo hacían de mala gana y que ellos iban a preferir estar en otro lugar que a mi lado. Fue hasta que les dije cómo me sentía, que ellos me aclararon las cosas. También aprendí a no asumir.
Fase 3: Pienso que ésta fue la peor de todas, porque estaba desesperada, frustrada, impaciente y cansada. Después de cuatro semanas de depender de otros para todo, ¡me jalaba los pelos! No podía hacer nada en el momento que yo quería, sino hasta que alguien estaba disponible para hacerme el favor. Si la empleada no me oía que la llamaba, si mi Mami no veía el teléfono en el instante que le mandaba un mensaje, si no había nadie en la casa, yo estaba confinada a mi cama y a sobrevivir con lo que tuviera de comer y de beber en mi cuarto. Si no había alguien que quisiera venir a visitarme, yo no veía gente. La inactividad física en la que estaba hizo que se me fueran complicando otros temas de salud y que empezara a subir de peso. Pasaba con mucho dolor en el pie, y éste se acentuaba en las noches al grado de no dejarme dormir.
Por todo esto, cada día que pasaba mi enojo iba en aumento. Me sentía impotente. Me daba cólera haberme caído de esa forma tan tonta. Pensaba en todas las cosas que podía haber hecho diferentes para evitar el accidente y que era mi culpa estar en la situación en la que estaba. ¡Error! Como dice el dicho: “De nada sirve llorar sobre la leche derramada”. El malhumor con el que pasaba hizo que comenzara a ser desagradecida con las personas que me cuidaban y a reclamarles en algunas ocasiones por no hacer lo que les pedía cuando yo lo necesitaba o de la forma en que yo lo necesitaba y decir que sólo yo podía hacerlo bien. Esto me dejaba sintiéndome peor aún, porque me daba cuenta de que estaba actuando mal.
En esta fase aprendí la siguiente lección: Que debo tener humildad para pedir ayuda, pero, sobre todo, que siempre debo agradecer esa ayuda que se me brinda, porque no importa lo catastróficas que parezcan o sean mis circunstancias, no tengo derecho a nada y menos a ser irrespetuosa con las personas que con tanto amor me están cuidando y haciéndolo lo mejor que pueden.
Fase 4: “Esto también pasará”. En esa estoy actualmente y me estoy dando cuenta de cómo esa tragedia que yo me imaginaba, ya no es tan grande como yo creía y todo está mejorando.
Aquí aprendí que realmente nada es permanente en esta vida (sólo la muerte) y que todo pasa eventualmente… a veces más tarde que temprano, ¡pero pasa! Y la evolución de los hechos depende muy en parte de la actitud con la que los enfrentemos. Podemos decidir lamentarnos, enojarnos, reclamar y darnos por vencidos… O podemos decidir esforzarnos, mantener un buen espíritu, agradecer todo lo que tenemos y luchar.
También pienso que es importante aprender a no dar nada por sentado y valorar cada aspecto de nuestras vidas. En mi caso, nunca pensé que no iba a poder caminar y daba por sentado que podía hacerlo. Pero cuántas personas no tienen ese regalo o lo pierden para siempre en un accidente. Ojo, que, aun así, muchas de ellas se adaptan a su nueva situación y continúan con una actitud positiva ante la vida. Para mí eso es lo más importante, no permitir que nuestras circunstancias determinen nuestra felicidad. Hay millones de ejemplos de personas que consideramos que viven en condiciones difíciles, pero son felices. ¡Eso es lo único para lo que no podemos depender de nadie más que de nosotros mismos!